Ha terminado de ver una película, el miedo lo está ganando. En vano cambia
de canales para no pensar: todas las escenas feas emergen de su memoria. Le
duele la vejiga, y no bajará de la cama: una mano siniestra puede atrapar su tobillo. No menos insensato sería
apagar el televisor: el velador está desenchufado, el enchufe en el piso, la
llave de la luz, inalcanzable.
El sueño lo seduce. La penumbra se transforma en vértigo. El control
remoto descansa bajo su mano.
Despierta sobresaltado, quizá una pesadilla, y el encuentro con la
oscuridad le desagrada. Rígido, se pregunta si se ha ido la luz, pero un
pensamiento le responde: apagado
automático. Como la realidad no se muestra, con una mano tantea sobre la
mesa de noche, evitando la prisa del miedo para no voltear nada. La mano salta sobre
la frazada, la otra emerge de las cobijas y se suma en la búsqueda. Vuelven a
internarse en esa oscuridad más negra entre la sábana y el colchón, y
subrepticias rozan la desnudez de su cuerpo con los escalofríos que traen de
afuera.
Es inútil; el control está en el piso, remoto, y en el piso la siniestra
mano. Aprieta los párpados, simula dormir.
Apareció en el bosque de
robles, yaciendo en un claro. Se puso
de pie, caminó, el sol, los pájaros. Enseguida refrescó, los
pájaros callaron, la neblina. Siguió caminando. La niebla, el murmullo lejano.
Siguió. Fue alcanzado, rodeado.
Luego de minutos o de horas ha dejado de simular. Ahora se encuentra en
un bosque de robles, yaciendo en un claro. Se pone de pie y camina; el sol y el
múltiple trinar de pájaros le infunden cierta paz. La temperatura ha bajado
bruscamente y los pájaros enmudecido, el aire es denso y asfixiante. Sigue
caminando. El follaje, pálido, lo inquieta. El suelo ha desaparecido y un débil
murmullo llega desde lejos. Se detiene para poder escuchar mejor. Oye risas
infantiles. Se aproximan. Se siente acompañado, pero algo lo inquieta, aparte
del ambiente nebuloso. Algo en el tono de las risas, que se acerca y que
transforma lo infantil en otra cosa. Ya están muy cerca, a pocos metros...ahora
que oye risas perversas. Corre entre los árboles grises. Lo persiguen. El
terreno lo hace tropezar. Se acercan. El terreno lo ha vuelto a tropezar y cae
de bruces. Se levanta resuelto a seguir corriendo, pero ya lo han alcanzado, lo
han rodeado. Aunque no pueda verlos siente que las risas giran a su alrededor. Paralizado,
un frío en la espalda lo doblega.
II
Apareció acostado, las risas decrecientes.
Se puso de pie. Escudriñó el follaje en derredor y caviló. El bosque fue
desapareciendo hasta que desapareció. Sucedido esto, las risas crecientes y
¿cómo defenderse?, ¿hacia dónde escapar, hacia lo gris, lo gris, lo gris o lo
gris? Petrificado, las risas lo encontraron. Se supo encerrado en el
estrepitoso corro. La resignación cerró sus párpados. Insufribles momentos
después la niebla comenzó a disiparse.
La película
no es de terror; el sueño lo visita antes de su fin; la pesadilla no falta.
III
Otra vez el bosque, los elfos y la
inevitable derrota, pero con una variación. Antes de morir imaginó una espada entre
sus manos, y raudamente actuó, se escuchó un grito y se extinguió una risotada,
enseguida lo derribaron.
IV
Apenas vio los robles imaginó la espada, y la espada se forjó entre sus
manos. Azorado, se acercó al árbol más próximo y enseguida le asestó un golpe,
y luego otro. Fascinado, caminó en dirección a las risas que ya comenzaban a
oírse. Extrañamente no iban a su encuentro, ni la niebla lo sumía. Se detuvo un
instante a pensar, a esperarlos acaso. Sabía que tarde o temprano sería atormentado, así que decidió
seguirlos. Corrió un poco. Cuando los juzgó cerca siguió caminando. Escuchó
cómo la inocencia de las risas degeneraba en atroces risotadas.
Otra vez el bosque, los pájaros y el sol; pero nada es agradable. La
neblina lo paraliza. Las risas se escuchan. La desesperación lo acomete. Corre.
Escuchó también un grito de pavor, propio de un niño.
De golpe la niebla le interpone un cuerpo de pie. Contiene el susto
para no ser advertido y desvía la fuga.
Advirtió su tamaño, era un niño, le gritó que regresara, que tenía una
espada.
Piensa que es una trampa y no se detiene.
Lo persiguió hasta
que la niebla fue total y los árboles amenazas. Aprovechó entonces para
sujetarlo y decirle que lo protegería, que se pegara a sus espaldas y que no
corriera por nada.
Han sido alcanzados y rodeados. Convencido, se sujeta de su ropa por
detrás.
Comenzó a agitar la espada y a girar con igual vértigo.
Sin despegársele lo acompaña en su giro.
Las risotadas, más estridentes, se burlan.
Sólo piensa en dos cosas: acabar con ellos o despertar de una vez.
Sólo desea despertar.
Se siente exhausto pero no se rinde. Si tan sólo pudiera ver algo que
no fuese gris intentaría algo: detenerse para que se acerque alguno y destrozarlo.
Sigue cortando el aire y el aire continua asfixiándolo, las risas.
Ya no puede más, y opta por lo insensato. Se detiene un instante, y
revive la maniobra. La espada ha lacerado, pero al tiempo que otras armas
descargaron su rigor. Caen. En el suelo se confunden el terror y la agonía.
De pronto, reverbera un inaudito ruido. Las risas se congelan. El ruido
cesa, hay un ínfimo silencio y el sordo derrumbarse de un árbol. Los elfos, sin
demora, se abalanzan sobre el ruido. La niebla comienza a morir.
Al borde del llanto, en posición fetal, se despierta. La claridad que
salva las celosías lo anima. Procurando silencio, corre hasta la cómoda, abre
cajones, saca un toallón y ropa interior.
La puerta de la habitación se abre y deja entrar a alguien de blanco.
El uniformado indaga su rostro y adivina el temor. Se acerca y lo destapa, se
fija en su pijama, esboza un rictus de
reproche.
El vago recuerdo de las risas lo acompaña, a través del largo pasillo.
Las risas van con ellos, a través del largo y tétrico pasillo.
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